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martes, 9 de marzo de 2010

Entre la diferencia y el bien común: los retos de una ciudadanía inclusiva.
Marta Ochman
Hoy en días las palabras diversidad, pluralidad y tolerancia son parte de un discurso políticamente correcto; la post-modernidad misma se define como el rechazo a todo intento de homologación y asimilación. Aunque la diversidad es la característica principal de la humanidad, no siempre se ha considerado como una riqueza o como un fenómeno social vinculado con el ámbito de derechos. Es cierto que la Declaración Universal de los Derechos Humanos incluye el derecho de vivir en una cultura propia, pero la relación entre la libertad individual y los derechos colectivos nunca fue muy clara. El concepto de ciudadanía fue durante siglos utilizado para promover la asimilación y homologación de las diferencias naturales de las sociedades humanas. En cambio, hoy en día, existen múltiples propuestas que integran la diferencia a los planteamientos clásicos de la ciudadanía y a los modelos de una sociedad justa.
La diferencia es el tema central de nuestra reflexión. Muchos teóricos abordan este problema desde la perspectiva del multiculturalismo, sin embargo este concepto se torna ambiguo dado que se utiliza tanto para referirse a las diferencias entre las culturas societales, como a los demás grupos culturales, como yuppies, mujeres, gays, afroamericanos, dark, etc. Esta ponencia pretende ofrecer una visión más amplia posible sobre la diferencia, sin establecer particularidades de diversos grupos culturales. Esto tiene sus desventajas y la principal es que no podremos analizar a fondo los reclamos de cada uno de los grupos. La intención, sin embargo, no es analizar casos particulares, sino reflexionar sobre dos posibles formas de abordar la diferencia, modelos que pueden aplicarse al problema de diversidad en su complejidad más amplia.
Iniciaremos la reflexión con una pregunta fundamental: por qué el reconocimiento de la diversidad constituye obligación ética ineludible para los individuos en el mundo moderno. Aquí retomaremos el planteamiento de Hannah Arendt sobre la importancia de la pluralidad para la libertad individual, y la ya clásica reflexión de Charles Taylor sobre la política de reconocimiento, que ha inspirado gran parte de la literatura actual sobre la multiculturalidad. Después haremos un breve repaso de cómo el problema de la diversidad
fue abordado a través de la historia, enfatizando el papel que ha jugado el feminismo en incorporar la diferencia al espacio público, tanto social como político.
Finalmente, presentaremos dos posibles acercamientos al problema del reconocimiento. El primero postula la necesidad de sustituir la conceptualización universal de los derechos por los derechos categoriales. Como ejemplo retomaremos la teoría de la ciudadanía diferenciada de Iris Marion Young, quien constituye hoy en día la referencia obligada en cualquier reflexión seria sobre las formas justas de reconocer la diferencia en el ámbito público. Sin embargo, nuestra postura es que esta teoría no es suficiente para enfrentar los retos de una sociedad cada vez más polarizada en torno a las diferencias. Por ello, incluimos aquí la propuesta de Chantal Mouffe del pluralismo agonístico, mucho más exigente, pero también -como demostraremos con el análisis del caso- más aplicable al tipo de diversidad que estamos viviendo: una diversidad que no se refiere únicamente a grupos, sino que afecta la construcción de la identidad individual.
El derecho a ser diferente ¿para qué?
En las sociedades postmodernas el problema de la diversidad está en el centro de los debates sobre una sociedad buena. Desde finales de los años sesenta el proceso de fragmentación y reafirmación de las identidades grupales se ha constituido en el núcleo de las reflexiones sobre lo social y lo político; la diferencia y la diversidad son elementos constitutivos del discurso de la postmodernidad, al mismo tiempo que son germen de conflictos sociales.
Por un lado, el respeto a la diversidad se ha convertido en el discurso público oficial: proteger la diversidad es lo políticamente correcto. La educación en multiculturalidad entra en la currícula de los programas oficiales desde las primarias hasta las universidades, se multiplican las instituciones orientadas a promover las lenguas y las culturas amenazadas de extinción, los políticos se acercan a escuchar a los grupos que, como los homosexuales, anteriormente eran criminalizados. Sin embargo, al mismo tiempo presenciamos el renacimiento del fundamentalismo, la xenofobia y el racismo. La diversidad se percibe como amenaza a las sociedades estables y solidarias: no solamente los inmigrantes, sino también el flujo de imágenes e ideas irrumpen en nuestra vida bien
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ordenada, provocando angustia y miedo frente a lo diferente. En este contexto la pregunta ineludible es: ¿por qué debemos valorar la diversidad? Evidentemente, la diversidad es un hecho social, pero ¿por qué considerarla un valor y no un problema? ¿Por qué diseñar políticas de reconocimiento en vez de asimilación?
En su ensayo La política del reconocimiento (1993), Charles Taylor afirma que el reconocimiento no es una simple cortesía que debemos a los demás sino una necesidad humana vital:
La tesis es que nuestra identidad se moldea en parte por el reconocimiento o por la falta de éste; a menudo, también, por el falso reconocimiento de otros, y así, un individuo o grupo de personas puede sufrir un verdadero daño, o una auténtica deformación si la gente o la sociedad que lo rodean le muestran, como reflejo, un cuadro limitativo, o degradante o despreciable de sí mismo. El falso reconocimiento o la falta de reconocimiento puede causar daño, puede ser una forma de opresión que aprisione a alguien en un modo de ser falso, deformado y reducido. (43-44)
Desde el siglo XVIII, y sobre todo a partir del Romanticismo, la individualidad se entiende como la autenticidad, como el ideal de ser fiel a nosotros mismos, a nuestro particular modo de ser. Nuestra personalidad no debe formarse como imposición de instituciones y autoridades, renunciar a nuestra identidad más profunda para subordinarnos a las imposiciones externas es traicionar nuestra propia humanidad. Pero la identidad no puede definirse de forma totalmente interna: nos definimos en diálogo con los demás, por lo que queremos ser en los ojos de los demás o en contra de ellos. La identidad no es solamente lo que somos, sino también de dónde venimos; solamente así nuestras opiniones, actos y deseos adquieren un sentido.
En estas condiciones, la constante proyección de una imagen inferior o humillante deforma el proceso de la formación de la identidad y trunca la posibilidad de alcanzar la plenitud de nuestra humanidad. Si en una sociedad, la imagen social de la mujer se limita al cuidado de la familia, difícilmente las niñas aspirarán a una carrera profesional. Si las personas minusválidas son sólo objeto de lástima de los demás, nunca desarrollarán la autoestima de un individuo saludable. Si los ancianos son vistos socialmente como una carga, se considerarán como tal.
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Ahora bien, esta interpretación de la diversidad solamente implica el compromiso ético de la tolerancia; sin embargo, nuestro compromiso no se agota en un respeto distante: el mundo actual nos exige el reconocimiento de la diferencia, entendido como la disposición de revisar y modificar nuestra propia percepción de nosotros mismos y del mundo externo. Y es así porque cada individuo sólo puede desarrollar una pequeña parte de la potencialidad humana y cada comunidad sólo puede ofrecer una visión parcial del mundo que compartimos. Hannah Arendt expresa bellamente esta idea cuando afirma: “El fin del mundo común ha llegado cuando se ve sólo bajo un aspecto y se permite presentarse bajo una perspectiva” (1993: 67). Para Arendt, la pluralidad es la condición misma de la libertad individual, que consiste en la posibilidad de un libre movimiento entre las distintas perspectivas que ofrecen los demás individuos y los demás grupos.
Aunque la diversidad siempre ha constituido la esencia misma de la humanidad, su formulación como problema público es relativamente reciente. Las conceptualizaciones clásicas de la sociedad buena ponían énfasis en la búsqueda del bien común como finalidad última de la vida social. En práctica, como sabemos, la centralidad del bien común ha llevado a la exclusión o marginación de grandes sectores de la población de la polis griega: a los bárbaros, a los esclavos, a los extranjeros y a las mujeres, se les negó la posibilidad de participar en la deliberación sobre el bien común y la justicia.
Nuestras sociedades, aunque retoman algunos de los planteamientos griegos, viven principalmente de acuerdo con o en contra de la Modernidad. La Modernidad es una gran filosofía de la emancipación y la liberación de los individuos, al mismo tiempo que construye prácticas de exclusión y dominación social. Por un lado, la Modernidad reconoce la igualdad de todos los individuos como depositarios de los derechos inalienables. El concepto moderno de la dignidad humana implica el paulatino derrumbe de las jerarquías sociales y sus exclusiones: todos los seres humanos tenemos los mismos derechos a la vida y a la propiedad de nuestra persona, a la libertad de conciencia y de elegir la forma de vida que queremos. La afirmación de la dignidad universal de los seres humanos no solamente se traduce en el discurso de derechos universales, sino también en el entendimiento de que todos tenemos las mismas necesidades y aspiraciones: todos necesitamos acceso a los recursos que sustenten nuestra vida, a la educación, a la salubridad y a los cargos públicos.
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En palabras de Hobbes, ninguna diferencia entre personas es tan importante para que alguien pueda reclamar un beneficio al que otro no pueda aspirar.
Pero el concepto de la dignidad humana está fundamentado en el concepto del individuo: una abstracción que se declara portadora de la universalidad. El Hombre sustituye a los hombres y las mujeres concretos y diversos, que poblaban el mundo moderno. El Hombre es racional, capaz de separarse de sus condiciones individuales para guiarse por el imperativo categórico kantiano, dejar de lado su identidad como blanco o mestizo, varón o mujer, europeo o afroamericano, cristiano, musulmán o judío. La Modernidad es la búsqueda de la universalidad, que destruye las identidades pre-modernas, las lealtades étnicas o religiosas, que son vistas como la expresión del atraso y subdesarrollo. El Hombre racional es la norma, y todo lo diferente es visto como la desviación de la norma(lidad).
El paradójica dialéctica entre la inclusión/exclusión propia de la universalización del individuo se manifiesta también en el ordenamiento político de las sociedades. Como individuos libres e iguales tenemos derecho a participar en el poder. En palabras de Rousseau, solamente podremos conservar nuestra libertad si vivimos bajo las leyes que nosotros mismos nos hemos prescrito. La democracia moderna surge en una estrecha relación con el Estado nacional; es el gobierno fundado en la soberanía del pueblo, y el pueblo implica la existencia de una identidad, una personalidad colectiva -la voluntad general- y que puede imponerse a los intereses egoístas de los individuos en nombre del bien público. La formación de los Estados nacionales refleja la misma dinámica de inclusión/exclusión propia de la Modernidad. La construcción de las naciones permitió extender la democracia a todos los sectores de la población, independientemente de la clase social, ofreció una identidad que superó la fragmentación tribal o religiosa, e hizo posible traducir los abstractos derechos humanos en los derechos ciudadanos concretos y protegidos por el Estado. Al mismo tiempo, ser ciudadano significaba renunciar a las lealtades particulares, a las formas de pensar no compatibles con la interpretación moderna de la ciudadanía. De esta forma, el discurso emancipatorio de la ciudadanía significó también un proceso de asimilación de las minorías al modelo cultural dominante, al idioma
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oficial, símbolos y fiestas nacionales que expresaban la historia concreta de una comunidad concreta.
En las primeras décadas de la Modernidad era mucho más visible el potencial emancipador del discurso universal de los derechos del hombre y del ciudadano. Los grupos minoritarios o excluidos luchaban porque se extendiera los derechos universales a todos los individuos: las mujeres luchaban por el derecho al voto, las minorías nacionales o los pueblos colonizados por el derecho a la autodeterminación, las minorías raciales por la abolición de las políticas segregacionistas. Pero a finales de los la década de los sesenta el agotamiento del discurso emancipatorio es visible y surgen las demandas de reconocer la diferencia como la única vía de construir una sociedad buena.
El discurso de la diferencia surge en los movimientos feministas. Una vez que el derecho al voto fue otorgado a las mujeres, se hizo patente que la igualdad formal no aseguraba la igualdad sustancial: las mujeres podían votar, pero en su mayoría por los varones; podían ejercer el derecho al escoger a sus representantes, pero rara vez podía ser escogidas. El mito fundador de la democracia y la libertad resultó ser adecuado sólo para un pequeño sector de la sociedad moderna: los varones blancos, de edad media, de clase media, sin discapacidad física. Aunque las feministas se centran en la diferencia de género, rápidamente los otros grupos marginados se reconocen en el discurso feminista y lo amplían a las diferencias de clase, religión, sexo o raza. El discurso de la universalidad estaba ciego ante las diferencias que no pueden eliminarse: ser mujer o varón, joven o viejo, sano o minusválido, no son circunstancias que escogemos libremente o que podemos dejar de lado cuando establecemos las relaciones con los demás. El discurso de la universalidad nos pide que reconozcamos a los demás como Hombres, iguales en su dignidad y en sus necesidades. Pero la realidad es que no todos tenemos las mismas necesidades, y la igualdad abstracta puede ser profundamente injusta para los que no encajan en la norma construida en circunstancias históricas concretas.
Las feministas llamaron atención, además, al hecho de que el proceso de reconocimiento de la diferencia debe realizarse principalmente en la esfera pública de nuestras vidas. Las identidades públicas -el ciudadano o el trabajador, por ejemplo- son fuente de reconocimiento social y tienen valoración más alta que nuestras identidades
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privadas. Ser madre o padre no nos da el mismo prestigio en los ojos de los demás que ser presidente de la nación o dueño de una empresa. De hecho, todas las prestaciones sociales o retribuciones económicas se vinculan con las identidades públicas. Las feministas han hecho un análisis riguroso de cómo la posibilidad de desarrollar las identidades públicas depende de la existencia de los individuos -las mujeres principalmente- que se encargan de tareas socialmente desprestigiadas, como el cuidado de la familia. Incluso en las sociedades donde las mujeres han logrado una mayor participación en la esfera pública, la libertad de realizar su potencial en las actividades económicas o políticas depende de las inmigrantes, que asumen el desprestigiado trabajo del servicio doméstico.
En este sentido, la crítica feminista de la desigualdad ha reformulado el problema: éste ya no consiste en facilitar el acceso de los marginados al modelo de vida del grupo dominante, sino de sustituir el modelo dominante por una diversidad de identidades y modelos de la vida buena. La desigualdad no se elimina negando la diferencia, hay que reconocerla y traducirla en un problema público. De ahí que las feministas abandonan el discurso de los derechos universales para postular la política de la diferencia, aunque la política de la diferencia tiene muchas realizaciones prácticas, todas plantean la necesidad de sustituir el sistema actual de los derechos universales por los derechos categoriales o de grupo. Para entender las ventajas y las debilidades de esta propuesta, analizaremos aquí los planteamientos de Iris Marion Young.
Los derechos categoriales: la diferencia institucionalizada
La teoría de la ciudadanía diferenciada (differentiated citizenship) de Young se construye como crítica del universalismo abstracto, que desde la Modernidad define lo público. La autora reconoce que este ideal ha desempeñado un papel emancipador al extender paulatinamente los derechos a los grupos excluidos, como mujeres, minorías raciales y étnicas o los trabajadores. Sin embargo, considera que hoy en día, este ideal se ha agotado y ya no es posible construir una sociedad justa sin redefinir el significado mismo de la universalidad. La Modernidad ha definido la universalidad como lo opuesto a lo particular, en este sentido, en la esfera pública, en nuestras relaciones con los otros, debemos enfatizar lo que tenemos en común y olvidarnos de nuestras diferencias. La universalidad significó
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también la igualdad frente a la ley: todos obedecemos las mismas leyes, todos jugamos con las mismas reglas. Inicialmente, este principio permitió abolir los privilegios de grupos. Sin embargo, Young afirma que estas interpretaciones de la universalidad hacen imposible que el principio de la universalidad se traduzca en la participación de todos en el esfera pública.
Young subraya que en el mundo post-moderno los individuos estamos afirmando nuestra diferencia, nos sentimos orgullosos de pertenecer a grupos con identidades distintas a la dominante. El concepto de la dominación es muy importante para Young: no solamente existen identidades diferentes, que se expresan en grupos diferentes. Algunos de estos grupos son privilegiados frente a otros, porque la comprensión de lo público se ha formado históricamente disfrazando su particular comprensión de lo bueno como un modelo universal. De esta forma nuestra identidad pública debía ser igual a la del “varón blanco de clase media”, y se exigía trascender los atributos particulares (necesidades, afectos, y sobre todo el cuerpo), considerados como un problema privado.
De ahí que una sociedad democrática debe abandonar el modelo de los derechos universales y evolucionar hacia los derechos categoriales (de grupo). La desigualdad entre los grupos implica la necesidad de la aplicación diferenciada de las leyes, para hacer posible la participación de todos. No debemos aspirar a crear una sociedad homogénea, sino reconocer oficial y públicamente que las diferencias son irreductibles, que los individuos están formados por grupos y por la historia, y nunca podremos ser iguales. En contraste con el papel importante que los grupos juegan en la construcción de nuestra identidad y en la satisfacción de nuestras necesidades, la democracia actual no considera vías de participación grupal en la toma de decisiones, la consecuencia de este hecho es que la mayoría siempre interpone sus intereses a los del grupo: a la hora de votar, la democracia simplemente significa el triunfo de la mayoría, que adicionalmente cuenta con más recursos para influir en la opinión pública o para realizar labor de cabildeo.
Para establecer la diferencia con los grupos de interés actualmente existentes, y que defienden los intereses egoístas o sectoriales en contra del interés público, Young establece varios requisitos para los grupos que aspiren a los derechos categoriales. El más importante es que tienen que ser grupos sociales: grupos que expresan las identidades y no los intereses individuales. Por ello las asociaciones como corporaciones, colegios, sindicatos o partidos
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no pueden demandar derechos categoriales, dado que descansan sobre el contrato individualista, contrato entre personas con identidades ya formadas. Pero el grupo social tampoco es una agregación por atributos, como el color de piel o el lugar donde vivimos; lo que los miembros comparten no es el atributo sino la identidad: no todas las mujeres, por ejemplo, son necesariamente miembros de los grupos feministas.
Otros requisitos se refieren más bien a las relaciones internas de los grupos sociales: los miembros no deben entender su identidad en términos esenciales, sino relacionales. La identidad no nos es dada irrevocablemente, sino está construida socialmente. Por ejemplo, aunque siempre han existido los homosexuales, la identidad gay compartida es un fenómeno reciente. Por ello también, los grupos no pueden demandar a los individuos la lealtad exclusiva: deben reconocer que las identidades son múltiples y podemos ser miembros de diversos grupos sociales. En algunas circunstancias es importante nuestra identidad nacional, en otras nuestro género o la orientación sexual. Y finalmente, la representación sólo se dará a los grupos oprimidos o dominados. El objetivo de los derechos categoriales es lograr la justicia, no los intereses particulares. Otra vez Young subraya que los grupos sociales con derechos categoriales están obligados a considerar la posición y punto de vista de otros grupos o individuos, de todas las voces y necesidades sociales. Sin embargo, debemos reconocer que la desigualdad históricamente acumulada implica que la demanda de objetividad y de renuncia a los intereses particulares debe ser más exigente para los privilegiados que para los oprimidos.
Ahora, ¿en qué consiste la diferencia entre los derechos categoriales y los derechos compensatorios, como la discriminación positiva? Ante todo, los derechos compensatorios se conceptualizan como una solución temporal orientada a remediar la deprivación histórica de los derechos; los categoriales son derechos permanentes, porque para sus defensores la dominación siempre va a existir y las identidades minoritarias siempre van a necesitar reglas especiales de representación o posibilidad de autogobierno. En el caso de los derechos compensatorios se acepta la existencia de la norma universal, y lo que se busca es facilitar la inclusión de los grupos históricamente discriminados al grupo mayoritario, se espera que en algún momento del futuro surgirá una sociedad justa donde ya no será relevante nuestra identidad racial o de género, que todos nos identificaremos como
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individuos con derechos inherentes universales. Para los partidarios de los derechos categoriales, lo importante es negar la posibilidad de la universalidad, que se convierte en una norma. No existe lo deseable para todos, si establecemos la norma, aceptamos que la diferencia es igual a la anormalidad. De ahí, que los derechos compensatorios frecuentemente son interpretados como prueba de la inferioridad de los beneficiados: las mujeres necesitan cuotas para ser diputadas, porque son menos capaces que los hombres de lograrlo en una competencia igualitaria; los afroamericanos necesitan cuotas en las universidades, porque no son capaces de los resultados académicos mejores que los blancos. La estigmatización de los grupos favorecidos se traduce en estigmatización de los individuos concretos por compartir los atributos: una vez que existen las políticas de discriminación afirmativa cada uno de los estudiantes negros o cada una de las mujeres serán identificados como los que deben sus logros al favoritismo.
Si retomamos la preocupación por la estigmatización, en la práctica, los derechos categoriales no parecen ser muy diferentes a los compensatorios. En caso de muchos grupos, como las mujeres, las personas con capacidades diferentes o los ancianos, la opresión va a existir mientras la sociedad capitalista nos oriente hacia la eficiencia productiva. Para lograr una sociedad más justa para la diferencia, lo que necesitamos, entonces, es cambiar más bien nuestra identidad social dominante, no mejorar las condiciones de grupos particulares. Evidentemente es importante que las autoridades tomen en cuenta las necesidades de las personas con capacidades diferentes en el diseño urbanístico, pero ¿va a cambiar esto la percepción de la mayoría, expresada en el término mismo, que son personas que valen menos porque no pueden valerse por sí mismas o porque no contribuyen a la producción con la misma eficiencia?
Otro problema de la ciudadanía diferenciada, es el énfasis sobre la opresión y la dominación. Se acepta implícitamente que el grupo dominante es intolerante y ciego ante la injusticia; por el contrario, los grupos dominados por definición luchan por causas justas. De ahí se infiere que las identidades históricamente dominadas no necesitan revisar su sistema de valores sino exigir el respeto de la mayoría. Para neutralizar las críticas de la posible violación de los derechos individuales por los grupos con cultura comunitaria, los autores como Kymlicka y Young aceptan la supremacía de los derechos humanos sobre los
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derechos grupales. Pero, ¿el concepto de los derechos humanos no es cuestionado por algunas culturas? ¿No estamos entonces aceptando la falsa universalidad de la Modernidad que pretendemos injusta? De hecho, la realidad es todavía más compleja. Tomemos como ejemplo el problema de la circuncisión femenina; para algunos inmigrantes en Europa es una práctica importante para su identidad cultural y consideran que su prohibición refleja las pretensiones imperialistas del Occidente disfrazadas en un discurso de los derechos de la mujer. En este contexto, las comunidades musulmanas ¿deben tener el derecho de hacerlo aunque las leyes generales lo impidan como un procedimiento degradante? ¿Cómo evaluar la presión de las organizaciones no-gubernamentales y feministas para erradicar la circuncisión femenina? Para muchos, éstos están luchando contra la opresión de la mujer, para otros son el instrumento mismo de la dominación occidental.
En el mismo sentido va otra crítica de los derechos diferenciados: éstos pueden llevar a las divisiones muy peligrosas dentro de las sociedades por la esencialización de las identidades. Es evidente que tanto la identidad opresora como la oprimida se esencializan: es mujeres contra hombres, negros contra blancos, homosexuales contra heterosexuales, las divisiones nunca terminan. Si como mujer estoy luchando por derechos categoriales ¿por qué me debe importar la situación de los hombres? Si nuestra identidad se institucionaliza a través de los derechos especiales ¿por qué deberíamos buscar identidades compartidas? Por otro lado, el grupo dominante rara vez es una realidad concreta o una identidad compartida. Varios estudios feministas llaman la atención al hecho que muchas mujeres incluso cuando reconocen la existencia del machismo, consideran a su pareja una excepción y se sienten comprendidas y felices en su relación personal. La esencialización de las identidades oprimidas y opresoras también deja en situación muy delicada a los individuos con herencia multicultural o que no comparten identidades puras: los musulmanes jóvenes que ya no son tan tradicionalistas como sus padres, pero tampoco quieren asimilarse a la cultura occidental, los mestizos, los hijos de matrimonios multinacionales o multirreligiosos, las mujeres musulmanas que luchan por lo que ellas entienden como una situación mejor para su género y frecuentemente son blanco de críticas de las feministas occidentales.
Este problema se vincula con la imposibilidad de asegurar una representación democrática de los grupos sociales. Los derechos categoriales necesitan una representación
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política, pero ¿quién hablará en nombre de los ancianos? ¿A quién rendirán cuentas los representantes? ¿Qué haremos si son los representantes autoproclamados, una minoría que busca crear oportunidad política para satisfacer sus propias ambiciones de liderazgo? Uno de los argumentos muy frecuentes en el discurso de la opresión es la falsa conciencia: las mujeres que no se siente oprimidas, los indígenas que se han asimilado, los homosexuales que no se consideran discriminados, todos ellos son considerados por los militantes como individuos que no han comprendido su propia situación y necesitan ser educados, obligados a reconocerse como un grupo distinto de la mayoría dominante. Pero ¿los varones blancos de clase media, de edad media y en plena salud, son realmente una mayoría?
De ahí que, a pesar de cierto atractivo de los derechos categoriales para paliar los problemas más urgentes de la marginación histórica o actual, el reconocimiento de la diferencia nos presenta una exigencia más radical. No debemos aspirar a una sociedad de grupos construidos en torno a las identidades, distantes e incluso enfrentados entre sí. El principio del bien común no ha perdido su pertinencia, simplemente necesita una nueva interpretación. El egoísmo y las presiones de grupos para lograr sus intereses particulares no van a resolver el problema de la discriminación o marginación. Hoy en día vivimos el cuestionamiento de la universalidad de los derechos humanos, muchos políticos afirman que éstos solamente disfrazan la cultura occidental dominante, que hay identidades étnicas o religiosas que no necesitan que se les reconozca los derechos humanos. Frente a estos reclamos, frente a la erosión del discurso de los derechos universales, la pugna por los derechos categoriales no puede ser vista como la mejor solución.
El bien común y la diferencia: el conflicto constructivo
En contraste con las posturas que piden institucionalizar la diferencia a través de los derechos categoriales, autores como Alain Touraine o Zygmunt Bauman buscan vías de reconocer la diferencia sin renunciar a la posibilidad de construir un proyecto social común. Como ejemplo de estos planteamientos, analizaremos aquí la propuesta del pluralismo agonístico de Chantal Mouffe, uno de los planteamientos más exigentes y originales sobre nuestro compromiso ético y político frente a la diversidad de modelos de la vida buena. El objetivo de todos estos autores es reconstruir la importancia de la esfera pública -de la
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política- porque es donde se desarrolla el proceso de la formación de las identidades. Este proceso es conflictivo y no debemos temer al conflicto. El problema central de la política actual es que huye del conflicto, lo relega como un fenómeno enfermizo. Pero las identidades, individuales y sociales, se construyen siempre en oposición al otro, a lo que no somos. De ahí, que debemos reconocer que el conflicto no es un problema para la democracia sino su esencia misma. Mouffe rechaza aquí la pretensión moderna de la racionalidad como la que guía nuestra participación en lo público. No debemos aspirar a un acuerdo racional, porque cerraríamos la posibilidad de dar cabida a los nuevos reclamos de justicia. La política no es una negociación entre los intereses individuales o de grupo, la política es un espacio donde luchamos porque nuestras identidades sean parte de la identidad dominante. En este sentido, Mouffe concuerda con la interpretación de la política de Hannah Arendt como un espacio caracterizado por la pluralidad de puntos de vista y de interpretaciones del mundo externo, cuya existencia nos permite entender mejor nuestra relación con el mundo.
Para Mouffe, la democracia significa la defensa de dos valores: la libertad y la igualdad. Sin embargo, no existe una definición absoluta de lo que la libertad y la igualdad significan, sólo existen las interpretaciones histórica y culturalmente contextualizadas. La democracia consiste entonces en un permanente debate sobre qué significarán para nosotros estos valores. No existe una identidad fundamental que pueda dar coherencia a las demás y establecer de esta forma la única definición de la libertad o la igualdad: nadie es principalmente mujer, como tampoco son inmutables nuestras pertenencias raciales o étnicas. Como sujetos nos esforzamos constantemente a establecer vínculos entre las diferentes identidades, vínculos que siempre serán contingentes. Es precisamente la política, el campo que nos ofrece discursos que tratan de proveer una articulación entre las distintas identidades.
De ahí que para Mouffe debemos reconocer la importancia de la ciudadanía no como un simple estatus legal, ni siquiera la oportunidad de influir en las políticas públicas y conseguir nuestros intereses particulares, sino como una identidad que nos permite articular nuestras pertenencias e identidades con otras múltiples comunidades, que frecuentemente son antagónicas. La ciudadanía, en esta interpretación, es el compromiso constante de
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buscar el bien común como horizonte de posibilidad: nunca lograremos un consenso definitivo, pero debemos estar comprometidos a buscar una interpretación común de nuestros valores políticos, valores que vamos a compartir -siempre de manera temporal y contingente- con los demás individuos que habitan la Tierra. Como lo explica Anne Phillips, la ciudadanía se debe percibir
como fundamentada en una pertenencia a una comunidad compartida, donde reconocemos a los demás como igualmente importantes; y (...) la política nos une en una relación muy particular, en la cual tomamos en consideración las preocupaciones de los que son diferentes a nosotros. Fuera de nuestra actividad como ciudadanos podemos ignorar legítimamente lo que piensan otros grupos. Sería absurdo exigir que los trabajadores acepten el punto de vista de los empleadores cuando piden utilidades, o que las mujeres se preocupen por los sentimientos de los hombres cuando organizan su movimiento. En contraste, en nuestra capacidad de ciudadanos, necesariamente debemos acordarnos de las demandas de otras personas, y en cierto sentido debemos reconsiderar nuestras posiciones iniciales. (1993: 84)
En la teoría de Mouffe no se pretende acomodar las diferencias para lograr una sociedad más estable, para eliminar el conflicto. La diversidad necesariamente debe provocar el conflicto, el término democracia -recuerda Mouffe- no proviene sólo del vocablo griego polis, sino también de polémos; no sólo se refiere a vivir juntos, sino también a estar en desacuerdo. En este sentido, Mouffe se distancia de otras conceptualizaciones de la ciudadanía plural, sobre todo de la ciudadanía de grupo diferenciado de Iris Young o la ciudadanía multicultural de Will Kymlicka, precisamente porque estos autores aceptan una conceptualización esencialista de la identidad y del grupo. La postura esencialista percibe los fenómenos sociales como si fueran naturales e inmutables: una persona es mujer, como el río es río; nuestra naturaleza misma consiste en los atributos que nos separan de los demás, nos hacen esencialmente diferentes, por ende incapaces de entender la naturaleza del otro. Si concebimos la diferencia de esta forma, la única manera de acomodarla es crear espacios separados para cada grupo, cada identidad, y cercar estos espacios para defenderlos de la ingerencia del Otro. En contraste, el postulado de Mouffe no es dar cabida a todos los intereses de grupo en alguna conceptualización de la
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justicia, sino de construir una identidad política común nueva, que haga posible la existencia de equivalencias entre las demandas.
A pesar de su distanciamiento teórico de Habermas, Mouffe también postula la necesidad de una política deliberativa: no debemos cerrarnos en nuestra interpretación del bien, sino comprometernos en una discusión pública sobre su interpretación, abrirnos a la posibilidad de estar parcialmente equivocados, reconocer que como individuo o como grupo no somos dueños de la Verdad ni de la interpretación correcta del mundo que compartimos con individuos y grupos tan diversos. Mouffe no niega la existencia de la dominación, la exclusión o la discriminación. Pero estos fenómenos sociales tampoco pueden negar el derecho de los grupos dominantes a reclamar la validez de sus perspectivas, siempre y cuando están comprometidos con los principios de la igualdad y la libertad. Nuestro compromiso ético como individuo no es permitir a los demás vivir a su modo, sino acercarnos a su visión del mundo y reflexionar en qué medida ésta puede modificar nuestra propia identidad.
Para entender mejor en qué consiste este compromiso, tomemos un ejemplo concreto: la búsqueda de las soluciones al desempleo.
Uno de los problemas centrales para el feminismo es la discriminación o la subrepresentación de las mujeres en la esfera pública, tanto política como profesional. Como vimos, algunas feministas proponen como solución las políticas de discriminación positiva, que de hecho han funcionado muy bien en las sociedades occidentales. Pero no es una postura compartida por todas las feministas, una de las corrientes del feminismo de la diferencia postula que la igualdad para las mujeres implica la necesidad de reconocer públicamente los valores de la maternidad. Para Sarah Ruddick o Jean Bethke Elshtain, la maternidad simboliza los valores propiamente femeninos: el cuidado del otro, la preocupación por sus necesidades, por la protección y preservación de los seres. El discurso dominante, construido sobre la lógica de los varones, enfatiza la competencia y la ganancia, el interés y los derechos. Para las representantes de la ética del cuidad (ethic of care), los valores que deben ser públicamente reconocidos no son los derechos abstractos, sino las necesidades reales de las personas, no son las relaciones anónimas de la esfera pública del empleo o la política, sino las relaciones personales de compromiso mutuo y cuidado de los
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necesitados. La sociedad actual exige que las virtudes consideradas privadas -empatía, responsabilidad, amor- sean incluidas en el conjunto de virtudes públicas. La ética del cuidado postula redefinir la conceptualización contractualista de la sociedad, que construye y promueve un individualismo exagerado, dejando poco espacio a “estas contribuciones de las mujeres, que han sido vinculadas con el ciclo de la vida humana, con la protección y nutrición de la vulnerable existencia humana”. (Elshtain, 1995: 106).
Ante estos planteamientos podemos tomar la respetuosa postura de tolerancia y pensar: allá ellas, es identidad de algunas mujeres, es justo que se reconozca públicamente los valores vinculados con el cuidado del otro, pero yo seguiré construyendo mi identidad como persona orientada al éxito económico y valores individualistas. O podemos detenernos a reflexionar hasta qué grado la marginación de los valores de lealtad, mutualidad y preocupación por el otro, ha acelerado el proceso de la desintegración social, y buscar un debate público sobre los fundamentos ideológicos del capitalismo actual. Si lo logramos, podremos también solucionar algunos de los problemas actuales más agudos, como el desempleo.
Vivimos en la sociedad del desempleo. La revolución informática ha provocado que el capital ya no necesite la mano de obra para reproducirse. El desempleo ya no es un fenómeno temporal, una falla que el Estado podría remediar a través de las políticas sociales. El desempleo no solamente implica poner en riesgo la subsistencia familiar e individual; incluso en las sociedades con políticas de bienestar social, el desempleo es altamente destructivo para nuestra personalidad: nos priva del reconocimiento social como individuos productivos. La economía post-industrial presenta, entonces, un nuevo reto: construir una sociedad donde el trabajo asalariado no sea el medio principal de asegurar la subsistencia. A su vez, la nueva sociedad permitiría evitar la frustración de los individuos que viven todavía efectos de la ideología de la sociedad capitalista, donde el trabajo está sometido a las leyes del mercado, y el desempleo es visto como problema de la ineficiencia del individuo, por lo cual implica la culpa y la estigmatización. Para salir de la trampa del empleo asalariado cada vez más escaso, los teóricos de la economía social proponen crear un nuevo sector, al lado del mercado y del Estado, un sector donde lo social estaría por encima de lo económico y lo político. El fundamento de la integración social no sería
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entonces el trabajo, sino una serie de actividades comunitarias, cuyo objetivo no sería el lucro sino precisamente la cohesión social y la solución de problemas ecológicos, de marginación o de exclusión social.
Los teóricos de la economía social como André Gorz, Ulrich Beck o Roger Sue proponen que no se utilice siquiera el concepto de "sector", que tiene connotaciones de actividades al margen del sector productivo, y hablan de "esfera de actividades" accesibles a todos, libres de estigma de trabajo precario o temporal mientras el individuo logre insertarse en el mercado de trabajo formal. Para evitar la estigmatización de la esfera social, y lograr la des-mercantilización del trabajo, la economía social postula varias condiciones, que hacen eco de las ya muy antiguas demandas feministas. La primera se refiere al carácter de las actividades de la tercera esfera, que deben tener como objetivo no solamente la auto-realización del individuo, sino también su socialización: el reconocimiento de que su actividad, aunque no remunerada, es socialmente útil. De esta forma, lo que se quiere lograr es el cambio en la jerarquía de valores: lo más valioso debe ser lo que ayuda a crear una comunidad mutualista, no una plusvalía económica o el poder político. El cuidado de los niños y jóvenes, la integración de los ancianos o personas discapacitadas, la organización de la vida comunitaria ya no serían vistos como una carga o una actividad complementaria para las mujeres ociosas con conciencia; serían considerados la esencia misma de las virtudes ciudadanas. De hecho, las actividades llamadas hoy en día de voluntariado tienen una utilidad económica medible. Se estima, por ejemplo, que si el Estado tuviera que asumir las labores que realizan los 80 millones de voluntarios en Estados Unidos, gastaría 150 mil millones de dólares anuales (Wuthnow, 2002). Según los datos del Banco Mundial, publicados en diciembre de 2002, si el trabajo doméstico que realizan las mujeres en el hogar fuera remunerado económicamente y se incluyera en los indicadores macro, representaría el 17% del Producto Interno Bruto mundial. Pero lo importante aquí no es el ahorro del gasto público, sino la necesidad de redefinir nuestra identidad: no es que debemos reconocer el valor del trabajo de las amas de casa, todos y cada uno de nosotros debe modificar su propia identidad de un individuo competitivo y orientado al éxito económico exclusivamente, para aceptar que el cuidado del otro enriquece no sólo al que recibe la ayuda, sino también al que la ofrece. No significa que
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debemos renunciar totalmente a lo que somos. La economía social postula que los individuos deben poder salirse temporalmente del mercado de trabajo para dedicarse a las actividades sociales, y ser sustituidos por los individuos que se reintegran a éste. Además todos deben tener derecho a participar en las instancias de administración local, para decidir sobre la vida interna de cada entidad. De esta forma, no se propone solamente fijar un sueldo por labores comunitarias, sino cambiar nuestra percepción de lo que es el trabajo. El individuo para lograr la plena autorrealización debe participar en las actividades tanto económica como socialmente útiles, las labores del cuidado o de desarrollo comunitario no son una penosa necesidad, sino la esencia misma de una comunidad sana. De ahí que, como la última condición, se postula que la sociedad debe valorar de igual manera las actividades voluntarias y las asalariadas
El proyecto de la economía social claramente va más allá de encontrar un remedio al desempleo estructural de las sociedades postindustriales; es un intento de crear una nueva sociedad, la sociedad que valora la utilidad social (felicidad, armonía, cooperación, ecología, arte, autorrealización) más que la utilidad económica (riqueza material). Al igual que la ética del cuidado, la economía social postula que el criterio de la responsabilidad social sea más fuerte que la necesidad de la utilidad, lo cual plantea la posibilidad de replantear los fundamentos mismos de la sociedad capitalista moderna y permite desvincular las políticas sociales de la competencia política de los partidos, así como asegura el respeto a la diversidad cultural, dado que cada comunidad o cada individuo pueden desarrollar las actividades que consideran útiles para sí mismo y para la sociedad; se evita de esta manera la imposición de un modelo de vida, que hoy en día es patriarcal, individualista y consumista. La riqueza de estos planteamientos solamente es posible si estamos dispuestos a aceptar el riesgo de abrirnos a las identidades que a primera vista pueden parecernos totalmente ajenas.
Quizás el error es que centramos la discusión acerca de la diversidad sobre el problema del derecho a ser diferente, y no sobre nuestro miedo a que los demás lo son. Como humanos compartimos la inclinación a temer a lo desconocido y lo diferente, a separarlo y alejarlo de nuestra vida. Nadie puede negar que la tolerancia es un valor muy importante para que podamos construir una sociedad más justa; pero no es un compromiso
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ético suficiente. No se trata de tolerar la presencia del otro. Regresando a la idea de Hannah Arendt: ningún individuo puede realizar solo el ideal de la humanidad, ninguna cultura puede reclamar para sí misma la comprensión correcta del mundo externo. El mundo, de hecho, no es externo; el mundo está entre nosotros, lo compartimos y debemos compartir también su interpretación. El derecho a la diferencia no es problema de asegurar la libertad de los otros, sino la responsabilidad de luchar por ampliar nuestra propia libertad: la libertad de enriquecer nuestra identidad gracias a la posibilidad de transitar libremente entre los puntos de vista e interpretación del Bien que no conocemos, e incluso que no comprendemos.
Construir fronteras puede disminuir la violencia del conflicto inmediato, pero seguramente no ayuda a incluir a los otros en nuestro propio mundo. No debemos aspirar a construir un mundo multicultural: debemos aceptar el riesgo de ser individuos multiculturales.
Bibliografía:
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