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domingo, 21 de octubre de 2018

Psicología Social:El Malestar en la Cultura

El Malestar en la Cultura
Freud,S     

Resumen
La cultura exige sacrificios, además de aquellos que afectan la satisfacción sexual. La cultura implica necesariamente relaciones entre un gran número de personas; la cultura no se conforma con los vínculos de unión que hasta ahora le hemos concedido, sino que también pretende ligar mutuamente a los miembros de la comunidad con lazos libidinales. La realización de estos propósitos requiere ineludiblemente una restricción de la vida sexual, ¿qué es lo que impulsó a la cultura a tomar este camino?

Uno de los postulados pretendidos por la sociedad civilizada es el precepto de: “amarás al prójimo como a ti mismo” Freud explica la irracionalidad de dicho argumento; el ser extraño aparece ante mí como alguien indigno de mi amor, alguien que, con toda sinceridad, parece merecer mucho más mi hostilidad y odio. Quien no alimente el mínimo amor hacia mi persona, no merece la menor demostración de mi consideración. El ser humano no es una criatura tierna y necesitada de amor, sino un individuo entre cuyas disposiciones instintivas incluye una buena porción de agresividad. El prójimo no le representa únicamente un posible colaborador, también es un motivo de tentación para satisfacer en él su cólera innata. Debido a esta primordial hostilidad entre los seres humanos, la sociedad civilizada se ve constantemente al borde de la desintegración. La cultura se ve obligada a realizar múltiples esfuerzos para poner barreras a las tendencias agresivas del hombre. Sin embargo, sería injusto, analiza el autor, reprochar a la cultura el que pretenda excluir la lucha y la competición de las actividades humanas; no obstante que dichos factores son imprescindibles, la rivalidad no necesariamente implica hostilidad.

Freud rechaza la idea de que es la institución de la propiedad privada la culpable de corromper la naturaleza humana; el instinto agresivo no es una consecuencia de la propiedad, rige casi sin restricciones en épocas primitivas, cuando ésta era aún poca cosa. Si se eliminara el derecho natural a poseer bienes, todavía subsistirían los privilegios derivados de las relaciones sexuales, que necesariamente deben convertirse en fuente de la más intensa envidia y de la más violenta contrariedad entre los seres humanos. Si la cultura impone tan pesados sacrificios, no sólo a la sexualidad, sino a todas las tendencias agresivas, se comprenderá mejor por qué al hombre le resulta tan difícil alcanzar en ella la felicidad. El ser humano civilizado ha intercambiado en ella –la civilización– una parte de posible felicidad por una parte de seguridad.

Desde un principio, en la teoría psicoanalítica, se presentan en mutua oposición los instintos del yo y los instintos objetales; el amor tiende hacia los objetos, la función primordial reside en la conservación de la especie –la reproducción–. Para designar la energía de los últimos instintos, Freud los llamó libidinales, dirigidos a las pulsiones amorosas en el más amplio sentido. El concepto de narcisismo introduce el reconocimiento de que también el yo está impregnado de libido, pues primitivamente el yo fue el lugar de origen y en cierta manera sigue siendo el cuartel general. Partiendo de estas especulaciones sobre el inicio de la vida, se dedujo que además del instinto que busca conservar la sustancia viva, debe existir otro, antagónico a él, que disuelva las unidades y las retorne al estado más primitivo, inorgánico: el instinto de muerte. Atenuado y sometido, el instinto de destrucción dirigido a los objetos debe procurar al yo la satisfacción de sus necesidades vitales y el dominio de la naturaleza. La tendencia agresiva es una disposición instintiva innata y autónoma del ser humano, ésta constituye el mayor obstáculo con el que tropieza el desarrollo de la cultura. El sentido de la evolución cultural, cree Freud, ya no debe resultar impenetrable; por fuerza debe presentar la lucha entre Eros y muerte, instinto de vida e instinto de destrucción. La evolución cultural se define entonces, de acuerdo al autor, como la lucha de la especie humana por la vida.

¿A qué recursos apela la cultura para coartar la agresión que le es antagónica? La agresión es internalizada, devuelta al lugar de donde procede: es dirigida contra el propio yo, que en calidad de superyó se opone a la parte restante y asume el papel de conciencia moral. La tensión creada entre el severo superyó y el yo subordinado al mismo la califica Freud como sentimiento de culpabilidad, que se manifiesta bajo la forma de necesidad de castigo. La cultura domina la peligrosa inclinación agresiva del individuo, debilitándolo, desarmándolo y haciéndolo vigilar por una instancia alojada en su interior. Dado que el hombre no discierne el bien y el mal de manera natural, debe tener algún motivo para subordinarse a esta influencia extraña: el miedo a la pérdida del amor. Cuando el hombre pierde el amor del prójimo pierde con ello su protección, se expone al riesgo de que este prójimo, más poderoso que él, le demuestre su superioridad en forma de castigo. Lo malo es aquello por lo cual uno es amenazado con la pérdida del amor. Sin embargo, el cambio fundamental se produce cuando la autoridad es interiorizada al establecer el superyó: los fenómenos de la conciencia moral son elevados a un nuevo nivel; aquí deja de actuar el temor a ser descubiertos y la diferencia entre hacer y querer hacer el mal desparece: nada puede ocultarse al superyó, ni siquiera los pensamientos. El superyó tortura al pecaminoso yo con sensaciones de angustia. Por consiguiente, se conocen dos orígenes del sentimiento de culpabilidad: el miedo a la autoridad y el temor al superyó.

Ahora bien, si al principio la conciencia moral –angustia– es la causa de la renuncia a los instintos, posteriormente esta situación se invierte: toda dimisión instintiva se convierte en una fuente dinámica de la conciencia moral; toda nueva renuncia a la satisfacción aumenta su severidad e intolerancia. El efecto de la renuncia a los instintos sobre la conciencia moral se funda en que cada parte de agresión a cuyo cumplimiento desistimos es incorporada por el superyó, acrecentando su agresividad. La tentación no hace sino aumentar en intensidad bajo las constantes privaciones; la frustración exterior intensifica el poder de la conciencia en el superyó.

Dado que la cultura obedece a una pulsión erótica interior que la obliga a unir a los seres humanos en una masa íntimamente amalgamada, sólo se puede alcanzar este objetivo mediante la constante y progresiva acentuación del sentimiento de culpabilidad. El precio pagado por el desarrollo de la cultura reside en la pérdida de felicidad por el aumento de esta sensación. La culpa no es, en el fondo, sino una variante topográfica de la angustia, en cuyas fases ulteriores coincide por completo con el miedo al superyó. En la evolución del individuo el acento suele recaer en la tendencia egoísta o de felicidad, mientras que la otra, que se podría designar como cultural se limita a instituir restricciones. Esta lucha entre individuo y sociedad responde a un conflicto en la economía de la libido, esto es, entre el yo y sus objetos. En la perspectiva de Freud, el destino de la especie humana será decidido por la circunstancia de si el desarrollo cultural logrará hacer frente a las perturbaciones de la vida colectiva emanadas del instinto de agresión.
Aparecido en 1930, en este artículo Sigmund Freud plantea que la insatisfacción del ser humano por la cultura se debe a que esta controla sus impulsos eróticos y agresivos, especialmente estos últimos, ya que el   ser humano tiene una agresividad innata que puede desintegrar la sociedad. La cultura controlará esta agresividad internalizándola bajo la forma de Superyo y dirigiéndola contra el yo, el que entonces puede tornarse masoquista o autodestructivo.

La religión busca responder al sentido de la vida, y por otro lado el  ser humano busca el placer y la evitación del displacer, cosas irrealizables en su plenitud. Es así que el ser humano  rebaja sus pretensiones de felicidad, aunque busca otras posibilidades como el hedonismo, el estoicismo, etc. Otra técnica para evitar los sufrimientos es reorientar los fines instintivos de forma tal de poder eludir las frustraciones del mundo exterior. Esto se llama sublimación, es decir poder canalizar lo instintivo hacia satisfacciones artísticas o científicas que alejan al sujeto cada vez más del mundo exterior. En una palabra, son muchos los procedimientos para conquistar la felicidad o alejar el sufrimiento, pero ninguno 100% efectivo.

La religión impone un camino único para ser feliz y evitar el sufrimiento. Para ello reduce el valor de la vida y delira deformando el mundo real intimidando a la inteligencia, infantilizando al sujeto y produciendo delirios colectivos. No obstante, tampoco puede eliminar totalmente el sufrimiento.

Tres son las fuentes del sufrimiento humano: el poder de la naturaleza, la caducidad de nuestro cuerpo, y nuestra insuficiencia para regular nuestras relaciones sociales. Las dos primeras son inevitables, pero no entendemos la tercera: no entendemos porqué la sociedad no nos procura satisfacción o bienestar, lo cual genera una hostilidad hacia lo cultural.

Cultura es la suma de producciones que nos diferencian de los animales, y que sirve a dos fines: proteger al  ser humano de  la naturaleza, y regular sus mutuas relaciones sociales. Para esto último el ser humano debió pasar del poderío de una sola voluntad tirana al poder de todos, al poder de la comunidad, es decir que todos debieron sacrificar algo de sus instintos: la cultura los restringió.

 Examina aquí Freud qué factores hacen al origen de la cultura, y cuáles determinaron su posterior derrotero. Desde el principio, el ser humano primitivo comprendió que para sobrevivir debía organizarse con otros seres humanos.Pero pronto surge un conflicto entre el amor y la cultura: el amor se opone a los intereses de la cultura, y ésta lo amenaza con restricciones. La familia defiende el amor, y la comunidad más amplia la cultura

 La cultura busca sustraer la energía del amor entre dos, para derivarla a lazos libidinales que unan a los miembros de la sociedad entre sí para fortalecerla ('amarás a tu prójimo como a tí mísmo'). Pero sin embargo, también existen tendencias agresivas hacia los otros, y además no se entiende porqué amar a otros cuando quizá no lo merecen. Así, la cultura también restringirá la agresividad, y no sólo el amor sexual, lo cual permite entender porqué el ser humano no encuentra su felicidad en las relaciones sociales.
Existe una contraposición entre cultura y sexualidad por múltiples razones, pero es importante el hecho de que en una relación sexual lo importante es la pareja sin importar el resto de la sociedad mientras que la cultura reposa entre un gran número de seres humanos.

Podríamos imaginar una comunidad culta compuesta de tales individuos dobles, que saciados libidinalmente se enlazaran entre ellos a través de vínculos de trabajo e intereses; en tal caso la cultura no necesitaría sustraer energía de la sexualidad, pero esta no es más que una falacia pues este deseable estado no existe ni ha existido nunca.

Uno de los reclamos ideales de nuestra cultura dice: “amarás a tu prójimo como a ti mismo”, pero, esta no es una actitud posible ni deseable pues el amor es algo muy valioso: no puede desperdiciarlo sin pedir cuentas, porque le impone deberes que tiene que estar dispuesto a cumplir con sacrificios. Si se ama al otro este debe merecerlo en alguna manera y lo merece si en aspectos importante es perecido a mí tanto que puedo amarme a mí mismo en él. Si es un extraño para mí no puede atraerme por algún valor suyo o alguna significación que haya adquirido para mi vida afectiva, se cometería una injusticia brindando amor a un extraño pues lo equipararía con los míos aniquilando la predilección que existe hacia estos. Si lo amo con un amor universal le correspondería solo una pequeña parte de mi amor.   

Con todo lo anterior se quiere ejemplificar que el ser humano no es un ser manso sino que es válido atribuir a su personalidad una dotación importante de agresividad, es decir, el prójimo no es solo una objeto sexual sino también una tentación para satisfacer en él la agresión. 

Esa agresión cruel aguarda por lo general una provocación: cuando están ausentes las fuerzas anímicas que suelen inhibirla se desenmascaran los seres humanos como fuerzas salvajes. La existencia de esta tendencia agresiva es un factor que amenaza nuestra convivencia con el prójimo.

A raíz de esta hostilidad la sociedad culta se encuentra en una constante amenaza. El interés del trabajo no la mantendría cohesionada, dado que  las pasiones inconscientes son más fuertes que los intereses racionales.  

La cultura intenta prevenir los intereses más groseros de la fuerza bruta arrogándose el derecho de ejercer ella misma la violencia sobre los criminales. Puesto que la cultura impone tantos sacrificios no solo a la sexualidad sino a la inclinación agresiva comprendemos mejor que los hombres no se sientan dichosos dentro de ella.

 En 'Más allá del principio del placer' habían quedado postulados dos instintos: de vida (Eros), y de agresión o muerte. Ambos no se encuentran aislados y pueden complementarse, como por ejemplo cuando la agresión dirigida hacia afuera salva al sujeto de la autoagresión, o sea preserva su vida. La libido es la energía del Eros, pero más que esta, es la tendencia agresiva el mayor obstáculo que se opone a la cultura. Las agresiones mutuas entre los seres humanos hacen peligrar la misma sociedad, y ésta no se mantiene unida solamente por necesidades de sobrevivencia, de aquí la necesidad de generar lazos Las pulsiones son algo fundamental en la naturaleza del ser humano. De ahí las palabras del filósofo F. Schiller: “hambre y amor mantienen cohesionada la fábrica del mundo”. El hambre podría considerarse el subrogado de aquellas pulsiones que quieren conservar al individuo, en tanto que el amor pugna por alcanzar objetos. Esto da origen a las pulsiones yoicas y de objeto; para designar la energía de estas últimas se utiliza el nombre de libido. Puesto que también las pulsiones yoicas son libidinosas, por un momento pareció posible identificar la libido con una pulsión general.

Además de la pulsión a conservar la sustancia viva y reunirla en cantidades cada vez mayores (eros), debía de haber otra pulsión opuesta a ella que pugna por disolver estas unidades (thanatos). Las exteriorizaciones del eros eran harto llamativas y las del thanatos silenciosas, pero las del thanatos se manifiestan en el mundo exterior en forma de agresión y quedan al servicio de las de vida. Si esta agresión es limitada hacia afuera crea un incremento de la autodestrucción. Es por esto que las dos variedades de pulsión casi siempre aparecen juntas más que aisladas.

La inclinación agresiva es una disposición pulsional autónoma, y la cultura encuentra en ella su obstáculo más poderoso. Esas colectividades de seres humanos deben ser ligadas libidinosamente entre sí y a este programa de la cultura se opone la pulsión agresiva natural.
 entre los miembros.
En otras especies no se ha llegado a un equilibrio entre los influjos del mundo circundante y las pulsiones que libran combate dentro de sí y esto es un obstáculo para el desarrollo.

Pero la cultura se debe servir de ciertos medios para no atrasar este desarrollo. Una de sus más grandes tretas es la introyección de la agresión, que en realidad la reenvía al punto de partida: vuelta hacia el yo propio. Ahí es recogida por una parte del yo, que se contrapone al resto y entonces como conciencia moral está pronta a ejercer contra el yo la misma agresividad que de buena gana habría satisfecho con alguien más.

La conciencia de culpa es la tensión que el superyó ha vuelto al yo y que lo está sometiendo. Es así como la cultura regula el peligroso gusto agresivo del individuo debilitándolo y vigilándolo desde una instancia situada en su interior.
El sentimiento de culpa se observa no solo cuando alguien hace algo que identifica como malo sino también cuando piensa en esto malo. El hombre no habría seguido este camino a no ser por su desvalimiento y dependencia de los otros: una angustia por la pérdida del amor y la protección. Sobreviene un cambio importante cuando la autoridad se interioriza, pues en ese momento aparece la angustia frente a la posibilidad de ser descubierto y desaparece por completo la distinción entre hacer el mal y quererlo.
El sentimiento de culpa se produce por la angustia frente a la autoridad y más tarde la angustia frente al superyó. La primera compele a renunciar a satisfacciones pulsionales. La segunda es fuerza a la punición puesto que no se puede ocultar ante el superyó la persistencia de los deseos prohibidos.




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