Psicología de las masas y el análisis del yo
En
uno de sus más famosos artículos, “Psicología de las masas y análisis del yo”,
de 1921, Sigmund Freud sienta las bases para el desarrollo de disciplinas tales
como la psicología social, la psicología política y otras.
En
ese trabajo pionero, afirma que la oposición entre psicología individual y
psicología colectiva (o social) no es tan significativa ni profunda como puede
parecer a simple vista.
La
psicología individual, por supuesto, pretende enfocarse en el hombre aislado, y
explora la forma en que este puede enfrentar sus problemas y superarlos; pero,
en verdad, sólo excepcionalmente puede prescindir de las relaciones del
individuo con sus semejantes.
En
la vida psíquica individual, siempre aparece integrado el “otro”, sea como
modelo, como objeto, como auxiliar o adversario, etc.; de este modo, la
psicología individual es, “al mismo tiempo y desde un
principio”, psicología social. Una afirmación audaz y de
grandes consecuencias.
Incluso,
las relaciones del individuo con sus padres y sus hermanos, con la persona que
ama, y hasta con su terapeuta, pueden ser consideradas fenómenos sociales; en
principio, se situarían en oposición a otros procesos, los denominados
narcisistas, en los que aparentemente no hay influencia de otras personas. Pero
resulta que esta misma oposición puede ser estudiada desde la perspectiva de lo
social.
Al
hablar de psicología social o colectiva, se suele tomar como objeto de la
investigación la influencia que sobre el individuo ejerce un gran número de
personas simultáneamente; por ejemplo, su tribu, su pueblo, su casta o su clase
social, una institución; o la multitud humana en general, que en un momento
dado se organiza en una masa o colectividad.
Pero
a esto Freud va a objetar que el factor numérico es secundario, y no le asigna
una importancia suficiente para provocar, por sí solo, en el ser humano, la
aparición de otro instinto, inactivo en cualquier otra ocasión (individual o
singular).
Quedan
dos caminos: el instinto social no es un instinto primario e irreductible; los
comienzos de su formación pueden hallarse en círculos más limitados; por
ejemplo, la familia.
La
psicología colectiva abarca un gran número de problemas, aun poco
diferenciados. Habrá que ver cuáles de ellos interesan a la investigación
psicoanalítica propiamente dicha.
El
trabajo “Psicología de las masas y análisis del yo”, en gran medida, fue
elaborado por Freud para oponerse a las teorías de Gustave Le Bon sobre la
“psicología de las multitudes”, entonces en boga.
Freud
anota el hecho de que la psicología, que investiga los instintos, las
disposiciones, los móviles y las intenciones del individuo, se encuentra de
pronto con un nuevo problema: debe explicar el hecho, por demás sorprendente,
de que, en determinadas circunstancias, por su incorporación a una multitud
humana que ha adquirido el carácter de “masa”, ese individuo
piensa, siente y actúa de un modo absolutamente inesperado y distinto.
Ahora
bien: ¿qué es una masa? ¿Cómo adquiere tal influencia decisiva sobre la vida
anímica individual? ¿Y en qué consistiría esa “modificación psíquica” que de
alguna manera impone al individuo?
Como
se sabe, Le Bon observa al respecto: “El más singular de los fenómenos
presentados por una masa psicológica, es el siguiente: cualesquiera que sean
los individuos que la componen y por diversos o semejantes que puedan ser su
género de vida, sus ocupaciones, su carácter o su inteligencia, el simple hecho
de hallarse transformados en una multitud le dota de una especie de alma colectiva.
Este alma les hace sentir, pensar y obrar de una manera por completo distinta
de como sentiría, pensaría y obraría cada uno de ellos aisladamente… La masa
psicológica es un ser provisional compuesto de elementos heterogéneos, soldados
por un instante, exactamente como las células de un cuerpo vivo forman por su
reunión un nuevo ser, que nuestra caracteres muy diferentes de los que cada una
de tales células posee”.
Freud
acota que, si los individuos que forman parte de una multitud se funden en una
nueva unidad, debe existir algo que
produzca ese vínculo. ¿Qué es ese algo? Le Bon no parece encontrarlo, pero es
verdad que menciona la influencia de lo “inconsciente”, por lo cual Freud
admite que en esto es su precursor.
Le
Bon afirma que los individuos en la masa muestran nuevas cualidades, de las
cuales carecían antes. Para Freud, en todo caso, esto ocurriría porque formar
parte de una multitud le permite al individuo suprimir las represiones de sus
tendencias inconscientes. “Los caracteres aparentemente nuevos que entonces
manifiesta son precisamente exteriorizaciones de lo inconsciente individual,
sistema en el que se halla contenido en germen todo lo malo existente en el
alma humana”.
Para
Freud, la desaparición de la conciencia moral o del sentimiento de la
responsabilidad se comprende fácilmente por cuanto el núcleo de esos fenómenos
era lo que él llamaba “angustia social”.
En
cuanto al supuesto “contagio mental”, fácilmente comprobable pero difícilmente
explicable, debe ser relacionado con los fenómenos de orden hipnótico. En la
multitud, todo sentimiento y todo acto son contagiosos, hasta el punto de que
el individuo “sacrifica” su interés personal al interés colectivo, actitud
ciertamente contraria a su naturaleza.
Lo
mismo ocurre con la “sugestibilidad” de la que habla Le Bon. Este no se limita
a comparar el estado del individuo en una multitud con el estado hipnótico,
sino que propone prácticamente una identidad entre ambos.
Sin
embargo, dice Freud, habría que diferenciar, al menos, la índole del contagio y
de la sugestibilidad; y, lo que es más importante, establecer cuál es la fuente
de la sugestión. ¿Quién sería el “hipnotizador” de las masas…?
Le
Bon insiste en la disminución de la actividad intelectual que el individuo
experimenta por el solo hecho de su “disolución” en la masa. Freud está de
acuerdo con él en las coincidencias que hay entre el “alma” de la multitud y la
vida anímica de los primitivos y de los niños. La multitud es impulsiva,
cambiante e irritable, y se deja guiar casi exclusivamente por lo inconsciente.
La
masa posee un sentimiento de omnipotencia y, al mismo tiempo es influenciable y
crédula. Sus sentimientos son simples y llegan rápidamente a los extremos.
En
las masas, acota Freud, las ideas más opuestas pueden coexistir sin molestarse
mutuamente y sin que surja un conflicto por su contradicción lógica. Y el
psicoanálisis ha demostrado que este mismo fenómeno se da en la vida anímica
individual, en el niño y en el neurótico.
En
cuanto un cierto número de seres vivos se reúne (rebaño o multitud), se pone
instintivamente bajo la autoridad de un jefe. La masa es incapaz de vivir sin
amo. Pero, si la multitud necesita un jefe, es necesario que este posea
determinadas aptitudes personales.
Parece
que aquí hemos hallado al hipnotizador que faltaba: el líder de masas.
Le
Bon atribuye al líder un poder misterioso e irresistible, al que da el nombre
de “prestigio” (podría ser también “carisma”): una especie de fascinación que
un individuo, una obra o una idea ejercen sobre el espíritu.
Pero
Freud acota que este concepto no facilita en lo más mínimo la comprensión de la
misteriosa influencia que ejercería el líder sobre las masas.
En
general, aunque parece reconocerle méritos a Le Bon, Freud termina por
relativizar casi todo lo que este ha dicho. Ninguna de sus afirmaciones es
original, y muchas de ellas son contradictorias o relativas (las colectividades
también son capaces de un gran desinterés y un alto espíritu de sacrificio). No
siempre la masa se comporta de manera deleznable y, en todo caso, subiste el
problema de cómo se ejerce realmente la influencia sobre ella, en qué
condiciones y hasta qué punto.
Otros
autores, recuerda Freud, resaltan el hecho de que es la sociedad la que impone
normas morales al individuo, y que el entusiasmo colectivo muchas veces lleva a
los actos más nobles y generosos; incluyendo, por ejemplo, las manifestaciones
artísticas populares.
Probablemente
se han confundido, con la denominación genérica de “multitudes”, formaciones
muy diversas. Una cosa es la masa de existencia pasajera, constituida
rápidamente por la asociación de individuos movidos por un interés común, pero
muy diferentes entre sí; y otra son las masas estables o asociaciones
permanentes, en las que los hombres pasan toda su vida y se encarnan en las
instituciones sociales.
El
fenómeno más singular y, al mismo tiempo, más importante de la formación de la
masa consiste en la intensificación de la emotividad de sus integrantes. Hay
incluso una suerte de inducción directa de emociones (contagio) entre ellos.
A
veces, dice Freud, es cierto que el grado emocional que alcanza la masa la hace
peligrosa para aquellos individuos que no pertenezcan del todo a ella. Suele
ser necesario, entonces, “aullar con los lobos” (ir con la manada), y obedecer
a esta nueva autoridad, interna o externa a la masa que se ha formado.
Este
es el camino que a Freud le interesa seguir.
¿Cuál
sería, según Freud, la explicación psicológica de la modificación psíquica que
la influencia de la masa impone al individuo?
La
palabra mágica “sugestión”, en el fondo, no explica mucho. Gabriel Tarde habló
de “imitación”, pero esta parece estar integrada en aquella, como una
consecuencia.
¿Y
el famoso prestigio del caudillo? Esto sólo se exterioriza por su facultad de
provocar sugestión…
Como
se sabe, Freud comenzó su carrera experimentando con la hipnosis. Pero, como él
mismo dice, llegó a sentir una “oscura animosidad contra tal tiranía de la
sugestión… Esta resistencia mía tomó después la forma de una rebelión contra el
hecho de que la sugestión, que todo lo explicaba, hubiera de carecer por sí
misma de explicación…”.
En
cambio, Freud va a intentar aplicar al esclarecimiento de la psicología
colectiva, el concepto de la libido,
que tanto le había servido ya en el estudio de la psiconeurosis.
Libido,
como término perteneciente a la teoría de la afectividad, designa “la energía
—considerada como magnitud cuantitativa, aunque por ahora no mensurable— de los
instintos relacionados con todo aquello susceptible de ser comprendido bajo el
concepto de amor”.
La
libido se refiere al amor sexual, por supuesto, pero también al amor del
individuo a sí mismo, el amor paterno y el filial, la amistad y el amor a la
humanidad en general, e incluso a objetos concretos o a ideas abstractas. Todas
estas tendencias constituyen expresiones de los mismos movimientos instintivos
que impulsan a los sujetos a la unión sexual, pero que son desviados de este
fin (desviación, sublimación).
La
masa debe de mantenerse cohesionada por algún poder. ¿Este poder no será la
libido, el Eros que mantiene la cohesión de todo lo existente? Y, si el
individuo englobado en la masa renuncia a lo personal y se deja “sugestionar”
por los otros, ¿no será que siente la necesidad de hallarse de acuerdo con
ellos, es decir, por “amor a los demás”?
Y,
hay que agregar, por amor al jefe. Tal es así que, cuando el jefe desaparece,
como el general que huye o muere en medio de la batalla, surge la “angustia
social”. Con el lazo que los ligaba al jefe, generalmente desaparecen los que
ligaban a los individuos entre sí, y la masa se disgrega.
Los
lazos afectivos que vinculan a los miembros de la masa con el líder se muestran
como más decisivos que los que vinculan a los individuos entre sí.
Es
particularmente interesante la diferencia entre las masas que tienen un
director y las que no. Quizás, en estas últimas, el jefe es sustituido por
alguna idea o abstracción. Pero, a su vez, esta “abstracción” podría quizás
encarnar en la persona de un jefe secundario, y entonces se establecerían,
entre este y la idea, relaciones muy diversas e interesantes.
¿Cómo
se comportan los hombres mutuamente desde el punto de vista afectivo? Como en
la célebre parábola de los puercoespines con frío, que cuenta Schopenhauer,
ningún hombre soporta una aproximación demasiado íntima a los otros.
El
psicoanálisis demuestra que casi todas las relaciones afectivas entre dos
personas (el matrimonio, la amistad, el amor paterno o filial) conservan un
depósito de sentimientos hostiles, que para desaparecer necesita represión.
Cuando la hostilidad se dirige contra personas amadas, se trata de una
ambivalencia afectiva, originada en el narcisismo.
Y
esto pasa también entre conjuntos más
amplios (pueblos, naciones, etnias). Pero, dentro de cada conjunto, el
narcisismo se restringe, a favor del vínculo libidinal con los otros miembros
del mismo grupo.
Entonces,
en las relaciones sociales se vuelven a encontrar hechos que la investigación
psicoanalítica ha permitido observar en el desarrollo de la libido individual.
En el desarrollo de la humanidad, tal como en el del individuo, es el amor lo
que ha revelado ser el principal factor de civilización, y quizá el único,
determinando el paso del egoísmo al altruismo.
Cuando
se observa que en la masa aparecen restricciones del egoísmo narcisista, este
hecho debe considerarse una prueba de que la esencia de la formación colectiva
reposa en el establecimiento de nuevos lazos libidinales entre sus miembros.
Cabe preguntarse cuál sería la naturaleza de estos nuevos lazos afectivos.
En
la multitud, ciertamente, no puede haber fines eróticos directos, sino sólo
desviados de sus metas primitivas. Habría que ver qué tipo de fijación hacia
objetos implica la relación de masas y hasta qué punto está implicada, en
cambio, alguna forma de identificación.
La
hipnosis, agrega Freud, revelaría fácilmente el enigma de la constitución
libidinal de la masa si no tuviera rasgos que escapan a la anterior explicación
racional (enamoramiento carente de tendencias sexuales directas).
En
la hipnosis hay todavía gran parte incomprendida y de carácter “místico”. Una
particularidad es esa especie de parálisis, resultado de la influencia ejercida
por una persona omnipotente sobre otra impotente. El modo de provocar la
hipnosis y su selección de las personas apropiadas son aún en gran medida
enigmáticas.
También
es atendible el hecho de que la conciencia moral de las personas hipnotizadas
puede oponer una intensa resistencia, que proviene, quizá, de que en la
hipnosis el sujeto continúa dándose cuenta de que se trata de un juego, una
reproducción ficticia de otra situación de importancia mucho mayor.
En
todo caso, lo anterior permite afirmar, aunque sea provisoriamente, que la masa que posee
un líder es una reunión de individuos que han reemplazado su ideal del yo por
un mismo objeto, con lo cual se ha establecido entre ellos una
general y recíproca identificación del yo.
La
masa se muestra, entonces, como una suerte de resurrección de la horda
primitiva. Así como el hombre primitivo sobrevive virtualmente en cada
individuo, también toda masa humana puede reconstituir la horda primitiva.
Por
eso el hipnotizador pretende poseer un poder misterioso que despoja de su
voluntad al sujeto. O lo que es lo mismo: el sujeto atribuye al hipnotizador
tal poder. Esta fuerza misteriosa sería la misma que constituye, para los
primitivos, la fuente del tabú; esa misma fuerza que emana de los reyes y de
los jefes, y que pone en riesgo a quienes se les acercan.
El
carácter inquietante de las formaciones colectivas puede atribuirse, entonces,
a su afinidad con la horda primitiva de la cual desciende. El caudillo sería el
temido padre primitivo. El padre primitivo es el ideal de la masa, y este ideal
domina al individuo, remplazando su ideal del yo. El individuo renuncia a su
ideal del yo, cambiándolo por el ideal de la masa, encarnado en el líder.
La
identificación es la forma primitiva del vínculo afectivo de un objeto. Al
seguir una dirección regresiva, se convierte en sustitución de un vínculo
libidinal a un objeto, como por introyección del objeto en el yo. Puede ocurrir
que el sujeto descubra en sí un rasgo común con otra persona que no es objeto
de sus instintos sexuales.
Cuanto
más importante sea tal comunidad, más perfecta y completa llegará a ser la
identificación parcial, y constituirá así el principio de un nuevo vínculo.
Todo
esto hace sospechar que el vínculo recíproco de los individuos en una masa es
de la índole de esa identificación, basada en una amplia comunidad afectiva; y
se puede suponer que esta comunidad reposa, a su vez, en la modalidad del
vínculo con el líder.
En
algunas formas de la elección amorosa, llega incluso a hacerse evidente que el
objeto sustituye un ideal propio y no alcanzado del yo. Se ama al objeto a
causa de las perfecciones a las que se aspira para el propio yo, para satisfacción
del narcisismo.
En
todo enamoramiento, se hallan rasgos de humildad, limitación del narcisismo y
tendencia a la propia degradación. Simultáneamente a este “abandono” del yo al
objeto (que ya no se diferencia del abandono sublimado a una idea abstracta),
cesan las funciones del ideal del yo. La crítica ejercida por este calla, y
todo lo que el objeto hace es bueno e irreprochable. La conciencia moral deja
de intervenir, y se llega hasta el crimen sin remordimientos. El objeto ha
ocupado el lugar del ideal del yo.
En
la identificación, el yo se “enriquece” con las cualidades del objeto, se lo
“introyecta”; en el enamoramiento, el yo se “empobrece”, entregándose
totalmente al objeto.
Del
enamoramiento a la hipnosis no hay una gran distancia. El hipnotizado, con
respecto al hipnotizador, da las mismas pruebas de sumisión, docilidad y
ausencia de crítica, que el enamorado con respecto del objeto de su amor; el
mismo renunciamiento a toda iniciativa personal. El hipnotizador se ha situado
en el lugar del ideal del yo.
La
relación hipnótica presenta un elemento de la compleja estructura de la masa:
la actitud del individuo con respecto al líder.
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